En el último post hablamos sobre la importancia de mirar con profundidad para ser capaz de percibir detalles. Una consecuencia de saber mirar es saber escuchar. Escuchar requiere serenidad, temple, personalidad, seguridad en uno mismo. La salida más fácil a cualquier cosa que alguien comparta con nosotros es recurrir a nuestra

«experiencia» y decirle lo que tiene que hacer. En principio podría ser una buena opción. Pero ocurre que mientras la otra persona nos cuenta los pormenores de su situación, nosotros estamos ya buscando en el baúl de los recuerdos, mirándonos a nosotros mismos para contarles qué hicimos nosotros en una situación -a priori- similar a la que nos cuentan.
Además de superficial, es una conducta que genera rechazo en el otro. Sería como un médico que al empezar a escuchar nuestro relato de dolores y enfermedades dejara de prestarnos atención, y sin escuchar los síntomas concreta que padecemos empezara a contarnos su experiencia de las paperas, o casos de otros enfermos similares a nosotros.
Realmente no ayuda, no da seguridad, no es profesional. Es imprescindible para poder ayudar a otra persona escuchar atentamente, como si no hubiera otra cosa que hacer en ese momento. Es una muestra de elegancia, de cariño, de educación. Sin una verdadera y leal actitud de escucha es harto difícil cultivar cualquier relación.
Álvaro González Alorda trata esta cuestión en su última presentación. Hablando de los jóvenes del milenio, indica como característica deseable estar centrado en los otros en vez de en uno mismo. Es un pensamiento que da para mucho.
De momento, lo dejamos ahí.
Jesús Vélez
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